jueves, 16 de enero de 2014

Mis Navidades desde que soy madre

Si hay una época del año que ha cambiado radicalmente desde que soy madre son las Navidades. Echo la vista atrás y me cuesta reconocerme. 
La verdad es que este cambio no se ha producido por convicción, si no por devoción a mi hijo, y al espíritu navideño que muestra de forma innata. 

El primer signo de cambio, y el más evidente, es el decorativo.
Desde que me independicé nunca tuve el mayor interés en decorar la casa cuando llegaba diciembre. Era mi forma de demostrar al mundo que estas fechas me eran indiferentes. 
Allá por el 9 de diciembre, mi hijo llegó muy preocupado del colegio porque ya casi era Navidad y no habíamos decorado la casa. Así es que ahí me tenéis de compras de urgencia al chino del barrio. Árbol (tamaño bonsai que tampoco hay que exagerar), nacimiento, muchas luces, un Papá Noel escuálido (era lo que quedaba) y pegatinas para los cristales.
Digamos que quedó pasable para ser una aficionada.  

El segundo signo de cambio es haber escrito 10 ó 12 cartas a los Reyes. Cada vez que mi hijo decidía que prefería Lego Star Wars al castillo de los Clicks o viceversa. Porque el mantra de estas fechas es "me lo pido".

El tercer signo vino de la mano del segundo. Visitar centros comerciales en los que está el Rey Mago de turno para llevarle la carta ha sido mi principal labor durante un par de semanas. 
A mí, que me dan alergia los centros comerciales y las colas. Verlo para creerlo. 

Pero la cosa iba a peor. El día de Nochebuena montamos la parafernalia de que viene Santa, llama a la puerta, sal corriendo, no te caigas, escóndete en la cocina, "ains que no he dejado los regalos colocados", vuelve para atrás, ¡¡ sujetad al niño !!
Y todo para que la fiera dijera - ¡pero si yo no he pedido nada de esto! ¿dónde están mis lego Satar Wars?. (Ya sabéis la teoría de en Nochebuena un detallito y lo bueno para Reyes).

Llega Nochevieja, y todos con una gripe de mil demonios menos el niño, que no puede entender por qué estamos tirados por los sofás sin ganas de bailar, mientras el brinca de lado a lado del salón al ritmo de los programas de la tele. 
Después de las uvas (que no se quiso tomar) no había forma de explicarle que ya era un nuevo día y empezaba un nuevo año. Pobre mío, menudo lío le hicimos. A él lo único que le interesaba era que si ya era un día nuevo no hacía falta que se fuese a la cama a dormir, total para qué.


Pero el súmmum de mi cambio llega el 5 de enero, cuando en contra de todos mis principios me lanzo a la calle, cámara, paraguas y niño en ristre para disfrutar de la cabalgata de Reyes, como si fuese el mayor de los placeres pelarse de frío esperando en la calle durante horas, con el único recurso de dar saltitos para entrar en calor y cargando por turnos en los hombros a la fiera. Menos mal que este año el padre de guindilla se animó a padecer el suplicio junto a mi. 

Eso sí, hay límites que no estoy dispuesta a pasar y vemos la cabalgata popular de Hortaleza, hecha en el barrio, por la gente del barrio, sin grandes aspiraciones y con una batucada que es la envidia de Brasil.
Lo de coger escalera y sitio cuatro horas antes en el centro de Madrid, para ver a tres concejales mal pintados lo dejo para los más osados. Yo me quedo en mi barrio, donde Baltasar es un mulato de aúpa, sin betún ni artificio. 

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